3 nov 2020

23:38

La espuma desliza por el vaso. El segundero de un reloj que tic-taquea siempre en el mismo lugar. Son las once y treinta y ocho. La cuarentena despellejó los restos de registro de tiempo que se escondían en mis muñecas. Pienso en las pequeñas muertes, en la soledad inminente, o al menos, aquella que precede un nuevo nacimiento. La soledad y la incertidumbre son dos agujas que no deberían tocarse, aquél reloj descompuesto que marca pero no define. Debería escribir más. Debería escribir más largo, escribir un guion, ir a terapia, tirar las cartas del tarot, hacer un fanzine de dibujos. Correr dentro de un reloj descompuesto es hiperventilarse. Los lápices están rotos. Creí que había enterrado, compostado y reciclado las malezas del jardín, pero el jardín es el parásito, y las malezas son su única alternativa. Sacarme los ojos para ver desde afuera ya no es una opción. Temo la sonoridad de la palabra calcificación. Temo ser consciente del endurecimiento. Las once y treinta y ocho no es un mundo apto para habitar, pero aún así existe todos los días. Y es eterno.

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